Como perros de guerra III Circe caminaba tranquilamente por una de las calles que la llevaría a casa, había decidido tomar el cam...

War: Episodio 7

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Como perros de guerra III


Circe caminaba tranquilamente por una de las calles que la llevaría a casa, había decidido tomar el camino largo. Su mal humor no se calmaba, inclusive el helado que había comido falló en ayudarla. Otra vez Adrián la había dejado para irse con Daniel. Aunque disfrutaba verlos juntos, a veces quería poder pasar más tiempo con Adrián.

Le gustaba recorrer ese camino para regresar a casa, pasaba por unas casas que se veían delicadas y pequeñas, como si estuvieran hechas de sueños. Rara vez solía ver a sus habitantes, pero los imaginaba como personas alegres y que siempre estarían dispuestas a contarle alguna buena historia. La tranquilidad que emanaba del lugar la ayudaba a relajarse y reanimarse.

Mientras caminaba, un perro le salió al paso. Era pequeño y gris, sus ojos brillaban de alegría.

—Hola —lo saludó ella, mientras se inclinaba para acariciarlo—, ¿estás perdido? Pero si eres la cosita más linda que he visto.

El perro apreciaba la atención que ella le daba y ella apreciaba la distracción que el perro le proporcionaba. Su mal humor desaparecía de poco en poco, ya no importaba que Adrián la hubiera cambiado de nuevo por Daniel o que Padre la hubiera obligado a llevar su arma en su mochila.

Cansado de las atenciones, el perro se alejó corriendo, no sin antes dedicarle una mirada a modo de despedida. Una sonrisa cruzó por los labios de Circe, ella se incorporó y reanudó su marcha, con una sonrisa en su rostro.

—¡Nyaaaa! —exclamó una voz femenina a su espalda—. Justo lo que me pidieron, una pequeña Segarra.

Circe se giró vio ante ella a un chica que portaba una diadema con orejas de gato de peluche que hacía juego con su cabello negro, vestía un uniforme de marinero en tonos verdes y llevaba una katana en su mano. Sus lentes reflejaban la luz del sol, impidiendo ver el color de sus ojos.

—¿No estás muy vieja para disfrazarte? —le preguntó Circe con cara de pocos amigos.

Esa chica había cometido un error, y uno muy grande. No le perdonaría que justamente cuando estaba por relajarse, apareciera para arruinarle su día.





Sus zapatos no producían eco alguno en el estacionamiento, una brisa helada se encargaba de recordarle que estaba bajo tierra. Sergio caminaba, con su portafolio en la mano derecha, el trabajo había sido fácil. A pesar de que su vida estaba en riesgo, no le parecía nada fuera de lo común; la vida de un asesino siempre estaba en riesgo.

Lo que le preocupaba era la vida de Adrián, Circe y Rubén. Le tenía mucho cariño a los tres, los había entrenado desde que eran unos niños y los había visto crecer y madurar. Si no fue capaz de dejarlos morir cuando el Proyecto fue cancelado, no lo haría esta vez.

Aún estaba enojado por lo que había hecho Adrián, pero también lo comprendía. Nadie quería ver sufrir a la persona que amaba, y Adrián había hecho lo que él también habría hecho; arriesgarlo todo y dejar las consecuencias para después. No era la manera correcta de hacer las cosas. No obstante, muchas veces no se tenía opción de elegir.

El silencio del lugar le advirtió que no estaba sólo, pudo escuchar pasos que se le acercaban. Distinguió tres pasos diferentes, calculó la distancia que habría hasta su automóvil y se maldijo por haberlo estacionado tan lejos.

Sacó las dos pistolas que llevaba bajo su saco, dejó caer el portafolio. Dos piezas idénticas de un calibre poderoso todavía exhalaban el calor de sus disparos anteriores. Sergio aguardó hasta conocer la ubicación de sus atacantes. El silbido del aire al ser cortado le indicó que debía moverse para esquivar el ataque.

—Parece que nos divertiremos mucho —declaró un hombre frente a él.

Sergio se sorprendió por no haberlo escuchado, considerando la complexión del joven y sus pesadas botas era imposible que no fuera escuchado. Era un joven con una playera blanca y tirantes rojos que sujetaban su pantalón, su cabeza estaba totalmente rapada. En sus musculosos brazos, dos cadenas colgaban inertes como dos serpientes esperando el momento para atacar.

A su lado aparecieron dos chicos de complexión delgada. Uno de ellos llevaba un flequillo que ocultaba por completo sus ojos y era más alto que el joven de la cabeza rapada, sus pantalones ajustados estaban rotos en varios lados y su sudadera negra con morado resaltaba su palidez. Unos piercings brillaban en sus labios, lanzando destellos que competían con las navajas que se entreveían en su mano.

El otro chico lo miraba ceñudo, su mohicana roja armonizaba con sus pantalones rojos y su gabardina de cuero, de la que habían sido arrancadas las mangas salvajemente, mostraba el brillo de algunos estoperoles. Aunque lo que más le llamaba la atención a Sergio era la lanza que llevaba.

—Es un halago —dijo dirigiéndose a sus atacantes—, que hayan enviado a tres de ustedes contra mí.


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